La
Virgen de la Inmaculada Concepción
Teodoro Boot
Si bien el dogma de la Inmaculada Concepción
(que no se refiere a la virginidad de María sino a que su propia concepción
habría estado libre del pecado original) fue establecido recién el 8 de
diciembre de 1854 por la bula Ineffabilis Deus, en la cerril tradición católica
hispana se lo profesaba desde el siglo VII, cuando ya en el Concilio de Toledo el
rey visigodo Wamba era titulado “Defensor de la Purísima Concepción
de María”.
El mundo hispánico fue desde entonces
acérrimo defensor de esa creencia, un milenio antes de que fuera doctrina y cuando
orillaba la herejía, motivo por el cual numerosas apariciones, manifestaciones
y advocaciones de María fueron conocidas como de la Inmaculada o Purísima
Concepción, siendo la más renombrada en estas pampas la de la Virgen de Luján, patrona y
protectora de Argentina, Paraguay y Uruguay.
La más renombrada pero de ninguna
manera la única, ni, en los tiempos primeros, la más popular, al menos entre ciertos
círculos de la ciudad poco antes fundada por Garay
La porfía de la Virgen
La popular imagen de la Inmaculada Concepción,
más tarde conocida como Virgen de Luján, moldeada en terracota y de apenas 38
centímetros, estaría vagamente inspirada en la muy milagrosa y morena Virgen de la Candelaria de Copacabana,
venerada en el altiplano y alguna vez coronada
en Bolivia “Reina de la
Nación”.
El culto a la Virgen de Copacabana,
inducido por la Orden
de los Predicadores, o Dominicos, se inició en 1583 en la antigua aldea aymara
de Qutaqhawaña (traducida por el trabajoso fraseo de los
españoles como “Copacabana”),
ubicada a la vera del lago Titicaca y cercana a las sagradas islas del Sol y la Luna. Vale recordar que,
junto al santo rosario y la
Inquisición, los Canes del Señor también introdujeron en
América el culto mariano, la protección de los indígenas y la esclavitud de los
africanos, que, como es sabido, a diferencia de los amerindios, carecen de alma.
Desalmados y todo, los africanos
veneraban las imágenes de Nuestra Señora con tanta devoción como lo hacían los
indígenas, seguramente asociándola a los primitivos cultos a la Diosa Madre, en las comarcas
andinas, Madre Tierra o Pachamama. En mucho mayor medida era reverenciada la morena
Virgen de Copacabana que, de un metro veinte de altura y tallada en madera de
maguey por Francisco Tito Yupanki, que no debía ser mucho más alto, está
enteramente laminada de oro fino, tocada con una larga peluca de cabello
natural, adornada de joyas y luciendo los lujosos atavíos de una ñusta.
Cuenta la tradición que fue por
1630 que la pequeña réplica de barro llegó a estas tierras abandonadas de Dios
proveniente de San Pablo, Brasil, por encargo de un estanciero lusitano
radicado en Santiago del Estero.
Se enviaron dos réplicas que,
acondicionadas en sendos cajones, fueron desembarcadas en el precario puerto de
Buenos Ayres, y una vez en la aldea de la Santísima Trinidad, colocadas en
una carreta y despachadas a destino siguiendo la ruta de los contrabandistas de
esclavos. Pero al llegar a las proximidades del Luján, más específicamente a
Zelaya, en la estancia de Rosendo de Oramas según unos, Rosendo de Trigueros
para otros, la carreta que transportaba las pequeñas réplicas ya no pudo
seguir. Sus ruedas parecían adheridas a la tierra. Sólo cuando los cajones
conteniendo las Vírgenes eran descendidos, los bueyes conseguían mover la
pesada carreta.
La porfía de una de las figuras fue
tal, que se la tuvo por milagro, interpretándose que ya no deseaba seguir. La Santa Imagen de María quedó en
el lugar al cuidado de su esclavo de cabecera, el negrito Manuel, que la había
acompañado desde Brasil. La otra imagen, réplica más aproximada de la Virgen de Copacabana, con
el Niño en brazos, aceptó seguir hasta destino y es venerada en Sumampa bajo la
advocación de Nuestra Señora de la Consolación.
Joven, viuda y estanciera
La Virgen de Zelaya, la Patroncita Morena,
habría permanecido cuatro décadas en tierras de Oramas o Trigueros, donde se le
construyó una rudimentaria ermita, siempre en compañía de su oficiante
africano, quien permaneció a su lado aun cuando la estancia se volvió tapera.
Enterada del abandono en que se
encontraba la milagrosa estatuilla, una rica hacendada de Luján, la señora Ana de
Matos, viuda del capitán Marcos de Sequeira, la adquirió al dueño de la estancia,
llevándola hasta el lugar en que actualmente está emplazado su santuario. Huelga
decir que el negrito Manuel quedó abandonado en la abandonada estancia de
Zelaya, ya que a esas alturas de su vida y capacitado apenas como celebrante
africano de una diosa mestiza, en el mercado laboral no valía gran cosa.
Feliz de haber logrado su
propósito, la señora Matos la instaló en su oratorio, pero a la mañana
siguiente, cuando se dirigió ahí para rezar, descubrió con asombro y angustia
que la Virgen
no estaba en su altar sino... ¡que se había marchado a Zelaya!
Se pensó que había sido Manuel
quien, pérfido y despechado, había robado la estatua, y el ruin negro fue estaqueado, pero
llevada una y otra vez a Luján, una y otra vez la Virgen insistía en
regresar.
Ello ocurrió en tantas
oportunidades que, enterado del hecho y considerándolo milagroso, el obispo de Trinidad
fray Cristóbal de Mancha y Velazco, organizó su traslado formal, encabezando
junto al gobernador del Río de la
Plata, don José Martínez de Salazar, una solemne procesión.
En esta oportunidad, el negrito Manuel fue también trasladado, y santo remedio:
la Virgen ya
no volvió a fugarse.
Sin embargo, en su informado trabajo
La otra historia de Buenos Aires, el
estudioso porteño Gabriel Luna da una versión diferente de estos mismos hechos
y refiere la inquietante existencia de una tercera Virgen de la Inmaculada Concepción,
blanca como la nieve y no menos milagrosa que la Patroncita Morena,
al menos a los ojos de los caballeros más adinerados de la aldea de la Santísima Trinidad.
Una historia diferente
Contradiciendo la leyenda o
tradición según la cual la imagen de la Virgen encargada en Brasil por el hacendado
portugués Antonio Farías Sáa, radicado en Santiago del Estero, se habría negado
a seguir más allá del río Luján, Gabriel Luna sostiene que la pequeña estatuilla
no pasó de las riberas del Luján simplemente porque nadie intentó llevarla más
allá.
Pero para comprender las razones
que llevaron a esta advocación de Nuestra Señora a aquerenciarse o a quedar en
esos inhóspitos parajes, convendría detenernos brevemente en la significación
que la Virgen María
tuvo para las almas sensibles de los indios y las no almas de los esclavos
africanos.
No obstante las ilusiones que se
habían hecho los reyes Isabel y Fernando, no por nada apodados “Católicos”, la
propagación de la Fe
en las Indias no fue el propósito de la conquista, sino que acabó siendo su
instrumento. Los nobles, hijodalgos pobres y pobres en general, ávidos de
riquezas fáciles y renuentes al trabajo, necesitados de mano de obra servil y esclava
hasta para las actividades más nimias, encontraron en el clero, las órdenes y
los ritos religiosos una eficaz herramienta de engaño y manipulación. Las
crédulas masas de indios mansos o vencidos y los no menos crédulos africanos,
ya amansados a palos, torturados física y moralmente en la dura travesía
oceánica, desembarcados en sitios hostiles y desconocidos, sometidos al
arbitrio de seres violentos, incomprensibles y atrabiliarios, necesitaban del
consuelo como del agua.
Las imágenes del Dios del amor, la
creencia en una justicia universal post mortem, la promesa de la dicha eterna
para los dóciles y humildes, atraían a las masas de indios, dulcificaban a los
vapuleados esclavos y llevaban resignación a todos, facilitando el dominio de
los señores.
Sin embargo, la labor docente de
las estampas religiosas, el castigo futuro de los malvados y la dicha eterna de
obedientes y fieles, no significaba nada de comparársela con el poderoso
influjo ejercido por la Madre
de Dios. Poco costó a los africanos asociarla con las diosas de la naturaleza
de los primitivos cultos neolíticos, propiciadoras de vida y abundancia; y
menos aun a los naturales, muy especialmente a los influidos por las ricas
culturas del altiplano, en las que la Pachamama seguía siendo la diosa más poderosa,
más cercana, omnipresente, más propia de pobres y humildes que el mismísimo
Inti del Incario.
Utilidad de la Madre
de Dios
Cuenta Gabriel Luna que las
imágenes de Nuestra Señora se usaban para poblar sitios inhóspitos: “Si la Virgen se aparecía en
determinado paraje, era porque quería una capilla. Y tras la capilla los fieles
construían de buena gana sus chozas, estableciéndose en el lugar para rendirle
culto... y para cultivar y cuidar las tierras y el ganado del terrateniente”.
Muy probablemente eso habría tenido
in mente el rico propietario Bernabé González Filiano, quien había heredado una
inmensa fortuna de su suegro Simón Valdez, un antiguo corsario premiado por la Corona como administrador
de la Real Hacienda,
y organizador del lucrativo sistema de contrabando de esclavos con destino a
las minas de plata de Potosí.
Cauteloso, González Filiano había
demorado en invertir parte de la fortuna malhabida de su suegro en siete
estancias sobre el río Luján, donde no sólo se cultivaba algunos cereales y
criaba ganado vacuno, sino que aprovechó las condiciones geográficas de la zona
para preparar puertos clandestinos aptos para el desembarco de esclavos e
instalaciones para su “invernada”. Se entiende que, tras el duro cruce del
Atlántico, los esclavos debieran recobrar fuerzas para afrontar el largo viaje
hasta el altiplano.
Sin embargo, para explotar estas propiedades,
González Filiano prescindió de los rústicos africanos, optando en cambio por importar
veintitrés ya más instruidos esclavos de Brasil, que viajaron junto a la
pequeña estatuilla de la Virgen,
haciéndola ya durante el trayecto objeto de una adoración que prosiguió
posteriormente, incrementada al ritmo de los continuos milagros hasta
convertirse, muy tempranamente, en destino de peregrinación popular.
Todo anduvo bien hasta que Filiano
murió en 1645 y, siempre siguiendo a Luna, habría sido enterrado en la muy
porteña iglesia de San Francisco, en el pedestal del altar a la Virgen de la Inmaculada Concepción,
réplica que él mismo había donado al templo de los seguidores de Francisco.
Harto de pobres que concurrían en
procesión a su estancia, por doscientos pesos el hijo de Filiano vendió la
estatuilla, con negro incluido, a la estanciera Ana de Matos, quien la ubicó en
su establecimiento, también lindero al río Luján, momento en el cual la Virgen comenzó a
desaparecer y a dársele por reaparecer en su antiguo hogar de Zelaya. La
extraña conducta de la imagen de terracota cesó cuando Ana de Matos hizo
construir una iglesia para contenerla, que con el tiempo sería la basílica más
renombrada de estas tierras.
Aun descreído e iconoclasta, Luna
no termina de refutar en su trabajo la leyenda de la milagrosa Patroncita
Morena, pero refiere la existencia de una tercera Virgen, muy frecuentada por
los señores de la impostada aristocracia porteña, hija del delito, el cohecho,
el contrabando y la trata de esclavos
La tercera Virgen
Las apariciones de esta tercera Virgen
tenían lugar las noches de luna en el solar propiedad de Antón García Caro, ubicado
en la esquina SO de las actuales calles porteñas de San Martín y Perón, cuyos
fondos llegaban hasta la senda que más tarde sería la calle del Correo y luego
de las guerras de Independencia, Florida. Justamente sobre Florida, había un
pequeño jardín rodeado de una auténtica cortina de frondosos frutales.
Cada cálido anochecer del estío o
la primavera, desde la espesura, a veces tras una sábana, un único espectador,
que había sido conducido hasta el lugar por una esclava, observaba a una mujer,
apenas cubierta por un delicado hábito azul, que se corporizaba en el centro
del jardín junto a una tina humeante de vapores aromáticos. La aparición dejaba
en el piso el candelabro que traía en su mano, tras lo cual el hábito se
deslizaba hasta sus pies, quedando vestida únicamente con una túnica que, tras
unos delicados pasos de baile, sacaba por su cabeza, revelándose apenas
cubierta con una breve camisa de gasa que le cubría hasta la mitad de los
blancos y apetitosos muslos. El strip-tease proseguía hasta que, tras quitarse
completamente las ropas desplegando su espléndida desnudez ante el azorado
espectador, se sumergía en la tina.
El espectáculo había llegado a su
fin y la esclava conducía al caballero hasta la casa, donde una fuerte suma en
joyas o metálico cambiaba de manos y, generalmente, se concertaría una nueva
cita con el rico y satisfecho cliente.
Apunta Luna que los símbolos –la
virgen, el baño, el cuerpo de piel muy blanca, la limpieza de concepción, la
coreografía y la edénica escenografía– conforman una singularidad social de la
elite porteña, muy relacionada con la del espacio urbano. El historiador ve en ello
manifestaciones de la exclusión, la una económica, la otra étnica. Es que a su
modo de ver, el dogma de la inmaculada o
limpia concepción –en su tradicional versión española– no se refiere a la
purísima concepción de María, sino que es hijo de la idea de la limpieza de
sangre, de la pureza racial, de la concepción sin la mácula del mestizaje,
primero con moriscos y judíos, más tarde con indios y negros.
De hecho, la Virgen del Baño –que no fue
una sino al menos tres bellísimas damas de la alta sociedad porteña– ofrece la
posibilidad de concebir niños similares a los de la elite europea.
Ansias de santidad
Una de las Vírgenes era la
jovencísima Margarita Carabajal, nieta de Juan Carabajal, fundador de la ciudad
con Garay, e hija de González Carabajal, regidor del Cabildo. Ha enviudado prematuramente
del comerciante (lo que en el primitivo Buenos Aires significa inevitablemente negrero
y contrabandista) Texeido Acuña, quien mediante ese matrimonio había ingresado
en el círculo de “vecinos” a cambio de librar de la penosa vida del campesinado
a la familia de su bella esposa.
Otra de las Vírgenes era María de
Guzmán Coronado, a la que Luna describe como rubia de ojos glaucos, piel nívea
y amplias caderas, hija natural de Francisca Rojas. Amante del capitán Luis
Guzmán Coronado, Francisca casó más tarde con Antón García Cano, de quien
heredó una estancia y una casa ubicada en la esquina SO de las actuales calles Perón
y San Martín, donde quince años después haría sus apariciones la Virgen de la Inmaculada Concepción.
Con el tiempo, la despampanante
María de Guzmán Coronado sería muy rica y engendraría, en limpia concepción, seis
hijos naturales fruto de distintos padres, todos prominentes personalidades de
la aldea, el primero de ellos Pedro Esteban Dávila, futuro gobernador del Río
de la Plata.
La tercera de las Vírgenes del
Baño, una bella criolla de piel blanca, enviudará del capitán Marcos de
Sequeira, heredando vastas propiedades junto al río Luján. En prueba de estar
realmente arrebatada por el ansia de santidad, años después la Virgen del Baño Ana Matos
de Sequeira será quien comprará la imagen de la Patroncita Morena
para construirle una capilla. Con los siglos, de milagro en milagro, la capilla
se hará iglesia y ya como basílica, se convertirá en uno de los principales
destinos de peregrinación religiosa de la malhadada ciudad fundada por Garay.
La veneración de las Vírgenes del
Baño fue más efímera, pero queda como consolación la certeza de que nunca escasearán
quienes las emulen.
2 comentarios:
Estupendo artículo!
No lo leí, pero se ve que es muy bueno. Inge, no tendrá a mano un resumen?
Publicar un comentario